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Torrepacheco: el orden en el caos simbólico

La escena es un canon, casi un rito: un grupo enfurecido, un fuego nocturno, gritos, huidas, caos, sangre en la garganta. En Torrepacheco, como antes en otros lugares, se activó un resorte viejo como la Humanidad: el de la violencia colectiva como mecanismo de corrección simbólica. En sentido estricto, no fue un estallido, sino una reaparición. No fue un error, sino un gesto. Un gesto ancestral que reaparece cuando el grupo que se arroga la dominancia percibe que ha perdido pie, aunque sea momentáneamente. En esas grietas de incertidumbre el cuerpo social reacciona, y lo hace de forma cruda, automática, tribal. No para impartir justicia, sino para restablecer jerarquía.

Los hechos que desencadenan este episodio son de sobra conocidos ya por todos: un grupo de jóvenes de origen magrebí propinó una paliza a un anciano vecino de la localidad de manera gratuita, aleatoria, despótica, tan sencilla en su mecanismo como cruel en su desempeño. Una violencia puramente simbólica cuyo contenido real es exponer, a la vista de todos, la capacidad de ejercerla.

Cuando las formas institucionales del poder se perciben como debilitadas o ausentes —cuando el “orden” no se impone desde arriba—, lo que aparece no es el vacío, sino una forma alternativa de ordenamiento: la violencia informal, “espontánea”, pero socialmente estructurada. No hay nada nuevo en ello. Grupos humanos han recurrido históricamente a este tipo de mecanismos para reafirmar su cohesión, para marcar los límites entre “nosotros” y “ellos”, y para recordar —sobre todo a los propios— cual es el poder a disputar.

Estas explosiones no son irracionales. Al contrario: siguen una lógica estricta. Funcionan como actos de control de grupo, como rituales de reafirmación colectiva. El objetivo no es castigar un delito, ni siquiera vengar una afrenta concreta. El objetivo es más amplio: reinstaurar un orden simbólico que se percibe amenazado. En este sentido, estos actos no son expresiones de caos, sino formas alternativas de restitución del orden. Salvajes, sí, pero profundamente codificadas en el orden fundacional de las colectividades humanas.

Aquí conviene hacer una distinción clave: la justicia institucional y la justicia tribal no responden a los mismos principios. La primera se basa en garantías, pruebas, procesos deliberativos. Exige identificar al culpable, establecer su responsabilidad y aplicar una pena proporcional. Presupone una serie de instituciones y mecanismos previos que funcionan y que dan contenido y sentido a esa legitimidad. La segunda no necesita nada de eso. Es más directa, más burda, más eficaz en lo simbólico. No busca culpables, busca escarmiento, cabezas de turco, corderos sacrificiales como han recordado todos los horteras que pueblan las tertulias españolas que describió Girard. No busca verdad, busca efecto. Es, en el fondo, un acto performativo, alegal, o incluso, prelegal; la violencia se justifica a sí misma en el momento en que se ejerce. Su vigencia reside en su impacto, no en su legitimidad. Siguiendo a Clausewitz, la guerra, el acto definitivo de violencia humana es “un acto de fuerza destinado a obligar a nuestro enemigo a hacer nuestra voluntad”. Sencillamente eso, la voluntad de un grupo que se impone de la manera más directa posible.

La violencia colectiva no se interesa por los matices. No interroga, no investiga, no duda. Opera por bloques, por categorías, por signos visibles. Lo importante no es quién hizo qué, sino quiénes somos nosotros y quiénes son ellos. El linchamiento, el incendio, la “batida” cumplen una función ejemplarizante: enseñan al grupo —a los de dentro y a los de fuera— qué se tolera y qué no. Son actos de pedagogía invertida, donde no importa tanto el castigado como el efecto disuasorio que se transmite.

Y mientras tanto, el discurso público asiste a estos fenómenos con su ya habitual mezcla de escándalo moral y superficialidad analítica. Tras lo ocurrido en Torrepacheco, los medios cumplieron su papel: expresaron su condena, denunciaron el racismo, exigieron medidas, ahogaron llantinas y gritillos de “intolerable” y recordaron que “esto no representa a nadie”. Todo correcto. Todo en su sitio. Pero también todo inofensivo. La programación habitual. 660.000 euros anuales +21% de IVA – 20% de IRPF. O lo que corresponda a cada cual.

Como era de esperar, en ningún momento se propuso pensar el hecho como síntoma. No hubo intención de contextualizar, de preguntarse por las lógicas profundas que lo sustentan, por los mecanismos sociales que lo permiten o incluso lo convocan. Y esto es lo más inquietante: la incapacidad cultural para analizar el mal, para pensarlo como fenómeno social, estructural, simbólico. En lugar de eso, se lo condena con firmeza moral, como si bastara un titular bienpensante para conjurarlo. Pensamiento mágico. El lenguaje modifica la realidad, la apacigua.

Esto es lo que Philippe Muray llamó el Imperio del Bien: una cultura que ha sustituido el pensamiento por el repudio, el análisis por la excomunión. Una cultura que reacciona al mal no intentando comprenderlo —lo que sería el primer paso para neutralizarlo—, sino intentando borrarlo con un discurso higienista. En esa lógica, quien intenta pensar el fenómeno corre el riesgo de ser confundido con quien lo justifica. Por eso la mayoría prefiere no pensar nada. Condenar y seguir adelante.

Pero mientras tanto, los resortes siguen ahí. Siempre han estado ahí. Y siempre lo estarán, listos para activarse cuando el poder vacile, cuando el grupo se sienta amenazado o cuando alguien necesite recordarle a otro cuál es su lugar. La pregunta, entonces, no es por qué ocurrió lo de Torrepacheco. La pregunta es por qué, algunos, siguen fingiendo que no sabemos por qué ocurre.

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