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Los ‘Baños de Ola’ resisten en la playa donde nació el veraneo: la tradición que lucha por no perder el hilo

El Sardinero, en Santander, recibió a los primeros veraneantes del siglo XIX y desde entonces mantiene viva esta tradición, aunque “no hay muchos jóvenes aquí”
Baños de Ola | Foto: Daniel Martínez

A principios de cada verano, Santander revive su pasado y se viste de época. Como en el siglo XIX, cuando los primeros bañistas llegaban a la que sería la primera playa de España, el Sardinero se llena de toldos rayados, trajes de baño a rayas, gorras de marinero, sombrillas de bolillos y capas que parecen sacadas del tiempo.

Por entonces, solo los madrileños nobles y los habitantes de las ciudades del interior, las clases más pudientes, podían permitirse ese lujo. “Cuando empezó esta moda ni siquiera había ferrocarril. La gente llegaba en diligencia en verano,” recuerdan los documentos que se conservan en la Biblioteca Nacional.

Los Baños de Ola son, para muchos, algo más que una fiesta: “Es como entrar en un mundo desaparecido, pero que me conecta con la vida de mis abuelos,” explica Francisco Rodríguez Velasco, que ha veraneado aquí desde niño. Para él y para otros, esta tradición es una ilusión colectiva y un compromiso con la memoria que desafía el paso del tiempo. Pero no todo es fácil: “Intentamos que los jóvenes se animen… pero no es sencillo.”

“Nosotras lo hacemos todo: la sombrilla, el bolso bordado, los ramos… Desde el invierno estamos cosiendo los trajes,” cuenta Bienvenida, de la Asociación Torre Alvarado de Heras, mientras su nieta de 10 años posa tímidamente para las fotos. “No son disfraces, son trajes auténticos. Los sacamos de libros antiguos y buscamos que sean lo más fieles posible”. Para ellas, los Baños de Ola no son solo una celebración, sino un compromiso que comienza meses antes, con aguja, hilo y mucho respeto al pasado.

Pero la transmisión generacional se resiente. “¿Creéis que lo seguiréis haciendo toda la vida?” pregunto a las niñas. “No lo sé,” responden con honestidad. ¿Lo hacéis por gusto o por cariño a la abuela? “No sé,” repiten. Esa duda flotante entre volantes y encajes resume la gran incógnita: ¿quedará relevo para esta tradición?

“No hay muchos jóvenes aquí”, dice un hombre de 64 años con sombrero de paja y cinta negra. “Les pides que se vistan de época y no saben ni a qué época corresponde el vestido.” Miembro de asociaciones de capa española en Madrid, observa un panorama similar: “Somos gente mayor. Me pregunto si esto tendrá continuidad”.

Francisco Rodríguez Velasco se lo toma como una “inmersión psicológica en un mundo desaparecido”. Él no sólo se viste de época en Santander, junto a su fiel compañero –su perro- viaja por todo el mundo a distintas festividades, “suelo hacerlo en el extranjero, en Inglaterra,  porque la gente está muy acostumbrada a recrear la época victoriana”, dice. Para Francisco, “es una forma de recordar cómo vivían mis abuelos, cuando el turismo era aristocrático y Alfonso XIII venía en tren real. Esto tiene un valor patrimonial enorme, no solo para Santander, sino como parte de una historia compartida que va más allá del folclore.” Cada año cambia de atuendo: chaqué, chistera o conjunto náutico. “Es mi manera de mantener viva esa elegancia perdida.”

El origen de los Baños de Ola está ligado al nacimiento del veraneo moderno. Fue Isabel II quien en 1861 impulsó la costumbre de bañarse en el mar como una prescripción médica. Lo que empezó como una práctica elitista terminó, ya con Alfonso XIII, en un fenómeno que atrajo a la nobleza, la burguesía y, con el tiempo, también a las clases populares. El Hotel Real, la península de la Magdalena, las casetas rayadas de la playa… Todo fue dando forma a un imaginario que hoy se revive en cada edición.

Pero el espejo del pasado refleja también una melancolía difícil de ocultar. A pesar de ese pesimismo, algo sigue convocando en los Baños de Ola. Tal vez sea la oportunidad de vestirse como en una novela de Galdós o de saborear el tiempo sin prisas. Tal vez la nostalgia sea, en sí misma, una forma de resistencia. “Esto es como en las carreras de Ascot, en Inglaterra. Allí mantienen con orgullo la tradición y el boato. Aquí deberíamos hacer lo mismo,” defiende Francisco.

La fiesta se sostiene gracias al entusiasmo de unos pocos, la implicación de asociaciones y el respaldo institucional. Pero ninguna estrategia bastará si no se logra seducir a las nuevas generaciones. Para eso hace falta algo más que costura o nostalgia: hace falta vínculo.

En el paseo marítimo, entre risas, volantes y olor a salitre, ese vínculo aún respira, aunque con esfuerzo. “Antes, cuando yo era joven, hacer un crucero o comprar en tiendas de antigüedades era cosa de ricos. Ahora está al alcance de muchos,” comenta otro participante. “Pero venir aquí con este tipo de traje no es solo cuestión de dinero. Es una mentalidad,” añade. Y esa mentalidad, concluye, no se hereda: se cultiva.

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