Hay un discurso dominante en torno al coche eléctrico, la descarbonización y el futuro verde. Pero también hay voces que, desde el conocimiento técnico, invitan a matizar, a desconfiar de las promesas absolutas y a mirar el tablero energético con cierta distancia. Pablo Castro, doctor ingeniero industrial, profesor del área de máquinas y motores térmicos en la Universidad de Cantabria, divulgador especializado en integración de energías renovables y autor del libro De qué va la transición energética: Guía de viaje para no perderse, es una de esas voces.
Para Castro, el problema no empieza con el tipo de motor, sino mucho antes: con el modelo de movilidad. La transición energética no puede limitarse a cambiar una tecnología por otra, sin repensar el patrón de consumo energético que hay detrás.“La solución no es cambiar un coche de combustión por un coche eléctrico. Lo que hay que cambiar es que una persona de 80 kilos se desplace con un coche de una tonelada. Eso no tiene ni pies ni cabeza desde el punto de vista energético.”
Ese planteamiento conduce, según el ingeniero, a una crítica más estructural: seguir moviendo toneladas de metal para trayectos personales no es sostenible, por muy renovable que sea la fuente de energía: “Lo que no es eficiente es el modelo de movilidad actual. Uno de los grandes retos que tenemos por delante es reducir la cantidad de energía que usamos para vivir razonablemente bien, y eso no pasa por sustituir unas máquinas por otras, sino por replantearnos cómo las utilizamos.”
Por eso propone una reorganización de la movilidad más allá de la tecnología: menos coches, más vehículos compartidos, menos trayectos innecesarios. Cambiar el coche, dice, no es lo mismo que cambiar el sistema: “Tenemos que pensar en mover menos masa, compartir vehículos, reducir trayectos, hacer ciudades más habitables donde no haga falta tener un coche propio. Si solo cambiamos el tipo de coche, no estamos haciendo una transición, estamos maquillando el problema.”
“Con algo del tamaño de un tetrabrik de leche, o sea, un litro de gasolina o diésel puedes mover un coche de una tonelada durante 20 kilómetros”
En cuanto al motor de combustión, lejos de considerarlo algo anticuado, Pablo Castro defiende que está en su punto más alto de eficiencia técnica: “Los motores de combustión, especialmente los diésel, han alcanzado un punto altísimo de madurez técnica. Es impresionante lo que se ha logrado en eficiencia y reducción de emisiones. Cuando eras pequeño y arrancabas un diésel en un garaje, no se podía respirar. Hoy ya ni huele.”
Desde su experiencia académica, subraya que la mejora técnica no ha ido de la mano con la evolución del debate político y social. “Yo soy del área de máquinas y motores térmicos, y no lo digo por nostalgia. Es que a día de hoy están en la cima del desarrollo técnico. Lo que habría que revisar no es la tecnología, sino cómo la estamos utilizando.”
Y para ilustrar su punto de forma más tangible, lanza una imagen gráfica que se le ha quedado a muchos de sus estudiantes: la del tetrabrik de gasolina: “Te pongo el ejemplo con algo del tamaño de un tetrabrik de leche, es decir, con 1 litro de gasolina o 1 litro de diésel, desplazas un coche que pesa 1 tonelada 20 kilómetros. Con baterías, eso es imposible. La densidad energética es veinte veces menor.”
Esto no hace que Castro se oponga al coche eléctrico. De hecho, lo considera una herramienta válida dentro de ciertos contextos. Pero rechaza la idea de que sea un cambio que se pueda realizar sin adaptaciones en el uso : “Hay mucha gente que piensa que el coche eléctrico es la evolución natural desde el punto de vista tecnológico de los motores de combustión. No lo es.”
Para él, la llegada del vehículo eléctrico ha sido producto de una decisión normativa, no del desarrollo espontáneo del mercado. Es un instrumento útil para lograr el objetivo de cero emisiones, pero no necesariamente más eficiente: “El coche eléctrico es la alternativa sin emisiones, y una alternativa ahora mismo precaria comparado con la autonomía de un vehículo de combustión”. Y lo que ha impulsado su despliegue no es la demanda ciudadana ni la superioridad tecnológica, sino una directriz política. “No es que el mercado lo haya pedido. Es que se ha legislado así. Si los fabricantes están invirtiendo en esto es porque se ha establecido como requisito legal llegar a cero emisiones. Pero no se ha preguntado si eso es lo más razonable desde el punto de vista técnico.”
Una infraestructura que no está preparada
Uno de los puntos que más preocupa a Pablo Castro no tiene que ver con la tecnología de los vehículos en sí, sino con la capacidad del entorno para integrarlos. La electrificación del parque móvil no es solo un reto para las marcas, también lo es —y en gran medida— para los edificios, las comunidades de vecinos y las redes de distribución: “En un edificio de viviendas, al sexto vecino que quiere poner un punto de carga ya no le cabe. Hay que tirar otro cable. Hay que repotenciar la instalación del edificio para dar alimentación al sexto vehículo.”
La situación, según describe, se está abordando de forma fragmentaria, sin una planificación general clara y dejando que los problemas se acumulen hasta volverse insostenibles. Así lo ejemplariza con lo que puede suceder en un bloque de viviendas: “Tú vas poniendo puntos, puntos, puntos… y al que le toque pagar la china de cambiar toda la instalación, se lo imputas.” Y advierte: “No puedes hacer una electrificación de la movilidad si no resuelves primero el tema de las acometidas, de la red, de quién paga y cómo se organiza. Eso no lo está resolviendo nadie.”
“Las decisiones se toman en Bruselas, pero los costes los asume la industria europea. Y eso nos está dejando en clara desventaja frente a otros mercados.”
Otra de las grandes preocupaciones que expresa Castro es el desfase entre los tiempos políticos y los tiempos industriales. Las normativas cambian con rapidez, pero las cadenas de producción no pueden adaptarse a ese ritmo: “La transición energética tiene que tener una lógica interna, mantenida en el tiempo. Eso es lo que muchas veces no se consigue.”
Pone el ejemplo del proveedor de componentes que trabaja para grandes fabricantes de coches. Cuando las marcas no saben qué línea de producto producirán dentro de cinco años, toda la cadena sufre: “Volkswagen no sabe qué gama de coches va a tener dentro de cinco años. Pero es que el proveedor de matrices que trabaja con ellos tiene que anticiparse aún más. Tiene que fabricar hoy las piezas que se van a usar dentro de siete años. ¿Cómo lo haces en un mercado así?”. “Las decisiones se toman en Bruselas, pero los costes los asume la industria europea. Y eso nos está dejando en clara desventaja frente a otros mercados”, concluye
Hidrógeno: el “comodín” que no resuelve todo
En los últimos años, el hidrógeno se ha convertido en uno de los grandes fetiches de la transición energética. Se le presenta como una alternativa limpia, abundante y versátil para sustituir a los combustibles fósiles. Pero Pablo Castro baja las expectativas: el hidrógeno tiene potencial, sí, pero también muchas limitaciones. “Es un comodín que se saca cada dos por tres para solucionar todos los problemas”, resume.
Desde un punto de vista físico, el hidrógeno plantea retos enormes: “Es la molécula más pequeña y ligera del universo. Se escapa por todos lados. Y si lo vas a meter en un coche, lo tienes que comprimir a 300 o 500 atmósferas.” Eso ya implica un riesgo, pero no por el gas en sí, sino por las condiciones extremas en las que hay que manejarlo: “Ahí el problema no es el hidrógeno: es cualquier cosa que tengas a 300 atmósferas. Lo de menos es que sea hidrógeno.”
En una de sus clases, Castro suele bromear sobre el mito del coche de agua: “El coche de agua no existe”, dice entre risas. “El mundo está lleno de hidrógeno, pero en forma de agua. Para mover un coche con agua necesitarías una pila de hidrógeno con electrolisis, que te vale un ojo de la cara, y además necesitas metales preciosos. Es una tecnología muy cara.”
Pero el coste no es solo económico. También lo es en términos de peso, eficiencia y energía necesaria para su compresión o licuefacción: “La densidad energética del hidrógeno, si no está criogenizado, es muy baja. Y el hidrógeno criogenizado no es práctico para un coche. Así que tienes que comprimirlo con unas presiones brutales, que te encarecen todo y te añaden peso.”
Por eso, para Castro el hidrógeno no tiene sentido en transporte ligero: “En transporte pesado ya te empieza a compensar porque el propio vehículo ya es pesado, y la autonomía que te permite empieza a cuadrar. Puedes tener una locomotora de hidrógeno, un autobús para zonas de montaña… pero eso no es escalable a todo.”
Tampoco es una fuente de energía, y ahí está otra confusión frecuente: “No es como el petróleo, que pinchas y extraes. El hidrógeno hay que fabricarlo. Y fabricar algo que luego hay que comprimir, almacenar y transportar requiere una infraestructura carísima.” Y añade un dato ilustrativo: “Todo el hidrógeno que se fabrica hoy en el mundo —que además no es verde, sino procedente de gas natural— si se utilizara íntegramente para sustituir el consumo energético, solo permitiría reemplazar el 6% del gas natural que usamos. Y encima lo necesitamos para producir fertilizantes y otros procesos industriales. Pensar que va a sustituir todo el sistema energético de aquí a 2050 es soñar despierto.”
Los biocombustibles, que suelen ser la otra alternativa que se presenta en el debate público, muestran para Pablo Castro, una imagen engañosa si se ignoran sus efectos secundarios. Desde su experiencia como profesor universitario, intenta transmitir a sus alumnos que producir energía a partir de cultivos no está exento de dilemas éticos, económicos y medioambientales: “Hoy he dado una clase sobre biocombustibles y les ponía unas gráficas de los precios. ¿Cómo están linkados los precios, por ejemplo, del etanol y de la caña de azúcar con el precio de la gasolina? Pues porque son alternativos.”
En otras palabras, cuando sube la gasolina, también lo hace el valor del etanol, y eso arrastra con él el precio de cultivos básicos: “Tú puedes tener una crisis energética o una crisis de un combustible y se convierte en una crisis de comida.” Y no solo con el etanol. El mismo fenómeno se observa con el biodiesel: “Se veían los precios del diésel y cómo arrastraban hacia arriba los precios de la palma, de la soja, de todos los vegetales oleaginosos de los que se saca biodiésel.”
Como alternativa, se propuso en su día recurrir a lo que se denominó “segunda generación” de biocombustibles, es decir, usar plantas no comestibles para evitar competir directamente con la alimentación. Pero el problema, según Castro, sigue estando ahí: “Compiten en cuanto al suelo. Si al agricultor le van a financiar más por plantar una especie que no es comestible, va a plantar eso. Y en caso de hambruna, ni siquiera puedes comerla.”
Por eso insiste en que este tipo de soluciones tienen límites, y que ningún vector energético es suficiente por sí solo: “Los biocombustibles también van a tener un tope. No vas a poder sustituir todo el consumo. Es tan brutal el consumo que tenemos de combustibles fósiles que no tienes un único comodín alternativo. Tienes que usar todo: coches eléctricos hasta donde se pueda, biocombustibles hasta donde se pueda, hidrógeno hasta donde se pueda.”
“¿Queremos cambiar 25.000.000 de coches de combustión por 25.000.000 de coches eléctricos? A mí no me parece nada sostenible”
Castro cierra su intervención con una advertencia tan técnica como política. Cambiar el modelo energético no es solo prohibir lo anterior: requiere haber construido antes la alternativa real: “España tiene 25.000.000 de coches. ¿Queremos cambiar 25.000.000 de coches de combustión por 25.000.000 de coches eléctricos? A mí no me parece nada sostenible. Eso no me parece que sea la transición energética.” Además, pide prudencia cuando se abordan estos temas: “Cada vez que se prohíbe algo sin saber si tienes la alternativa lista, se rompe un equilibrio. No puedes cerrar una puerta sin haber construido otra. Eso no es transición energética, es improvisación”. “No puedes cambiar una cosa por otra sin cambiar el modelo. Lo importante no es si algo emite más o menos, sino cuánta energía necesitas para vivir bien. Si no reduces eso, no estás cambiando nada”, concluye.